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Vivo, pero no existo

María Martínez

Madrid, 4 de mayo de 2022

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El 8 de junio de 2022 leo la noticia en El País de que la justicia ha concedido la nacionalidad a una niña nacida durante la migración de su madre a España (la noticia se puede consultar aquí). Ese caso, no el primero, ya hemos hablado de alguno similar en alguna reunión del proyecto, fue materia de discusión de unas jornadas organizadas por ACNUR en colaboración con la Facultad de Filología de la UCM en mayo. De las jornadas me enteré a través de Gatti. El título de las mismas era sugerente: “Vivo, pero no existo”. Efecto vides como diría Carolina.

La actividad tiene dos partes: la inauguración de una exposición y un seminario de unas 3 horas de duración en la que intervienen expertos y “víctimas (indirectas)” de la apatridia. A la inauguración de la exposición no llego (ver fotos más abajo), y entro en el seminario cuando está empezando a intervenir Francisco Ortiz, trabaja en el área de Apátrida de ACNUR. Me lo encuentro mencionando cifras que ya nos hemos encontrado durante el proyecto Desapariciones, una concretamente: los 1.200 millones de personas que calcula el Banco Mundial que no están registradas. Esos 1.200 millones son, dirá, potenciales apátridas, aunque actualmente haya sólo 4.300.000 registrados y entre 10 y 12 millones estimados. La causa de esos potenciales apátridas, de esos 1.200 millones, es la falta de registro de nacimiento. Los orígenes de quiénes están en situación de apatridia son variados, aunque Costa de Márfil (1 millón), Bangladesh (889.000) y Myanmar-Rohingya (600.000) son los que registran más de la mitad de los apátridas registrados. Hay apátridas locales (como en Costa de Márfil) en los que un grupo de población carece de ciudadanía en el mismo lugar en el que nació —como los haitianos en República Dominica añado— y los apátridas migrantes.

Hace el relato de las tareas de ACNUR con los apátridas —identificar (contar), proteger (asegurar sus derechos humanos), prevenir y reducir; pues “el objetivo final es dejar de ser apátrida, los objetivos intermedios que tengan derechos”; ¿cómo tiene derecho quién no es reconocido? me pregunto— y también repasa el marco jurídico. Cuenta que la apatridia se rige por dos convenciones (de 1954 y 1961) y que se desarrollaron al tiempo que la convención de protección de los refugiados siendo ambas prácticamente idénticas: “cambias refugiado por apátrida y tienes la convención”, dirá. Menciona el problema de traducción de la convención al castellano que en la definición del objeto se les olvidó mencionar que la clave para conceder el estatuto es la aplicación de la ley, no la legislación general sobre nacionalidad. Eso crea a ACNUR-España muchos problemas.

Francisco insiste en algo clave y es que la apatridia es un estatuto, una identidad si se quiere, negativa. No se es, o en tal caso no se es nada concreto. Y eso es un problema no sólo para las personas concretas, sino porque ¿cómo mostrar documentalmente algo que no existe? ¿cómo demostrar la no vinculación con ningún Estado? ¿qué Estado va a conceder un documento de no identidad? Paradojas y tensiones de esas que nos gustan.

Además de Francisco y otro asesor de ACNUR encargado de los apátridas en países bálticos y nórdicos que da cifras y más cifras y comenta que Suecia es el país que mejor registra a los apátridas, a quien no tiene registro, intervienen dos voces directas o indirectas de las víctimas de la apatridia. La primera es Tamara Chekaloff, hija de un señor que vivió casi toda la vida sin nacionalidad. Comienza con un vídeo de su padre, parte de la campaña de ACNUR #Ibelong; durante la proyección su hija llora (luego contará que el padre ha fallecido recientemente). Cuenta la historia de su padre. Nació en un campo de concentración en una zona de Alemania al final de la II Guerra Mundial de padre armenio (entonces bajo soberanía rusa) y madre alemana. En aquel momento por la legislación alemana, al estar casados, quien tenía que transmitir la nacionalidad era el padre, pero al estar este en persecución no quisieron dársela. Resultado: el bebé se quedó sin nacionalidad. Años después viajarían desde ese campo de concentración a Argentina y allí viviría ese bebé apátrida toda su vida. “Llevaba una vida normal, lo único que no podía hacer era votar, pero tenía una tarjeta de identificación, pagaba impuestos, etc.”. De hecho, no se dio cuenta de la envergadura de su situación hasta que quiso seguir a la migración a sus hijos/as que llevaban tiempo en Ibiza. Consiguió llegar allí con un pasaporte temporal que le hizo Argentina, pero una vez en la isla se quedó atrapado: no tenía papeles y no podía ni ir a Madrid para intentar solucionarlo. Después de años de apoyo de ACNUR, a quien contacto alguno de sus hijos/as, consiguió tener la nacionalidad española.

El segundo caso es el de niña al que refería la noticia de El País y lo presenta José Alberto Navarro de la Fundación Profesor Uría que con su programa ODOS gestiona un centro de acogida de niños sin papeles y que están en riesgo de apatridia. Se centra en el caso de la noticia, pero habla de otros casos y de las trabas burocráticas. Entre otras de la ausencia de papeles, o más bien de los papeles aceptables. Me recuerda a la película Kafarnaum, cuando el hijo reclama papeles a su padres y este le responde “aquí los tienes” mientras le tira papeles, inservibles por supuesto, a la cara.

Dos cosas destacan de las intervenciones de las “víctimas”. La primera que describen la apatridia como un limbo (jurídico) —es “quedarse en un limbo” dirá Tamara Chekaloff—. Una situación en la que se existe —“La niña existe, tiene presencia física” dirá José Alberto en un momento en relación con el caso que presentó—, pero en la que esa existencia no es reconocida por carecer de los papeles correctos. Y, ligado a esto, o como consecuencia, una vida incompleta: sin posibilidad de viajar (ni entre la isla y la península), ni de tener una cuenta o una tarjeta bancaria, ni acceso al empadronamiento y, con ello, a seguridad social o escolarización, ni (y el ejemplo lo puso José Alberto) ser buscado en caso de desaparición… Ni incluso ser enterrado tras la muerte; así lo explica Tamara Chekaloff: “No se puede ni morir, no hubiera tenido ni un lugar en el cementerio”. Ser apátrida se asemeja a ser un NN en vida.

Habría, entonces, dos existencias posibles: la previa al registro que es una existencia reducida a lo mínimo, y la posterior a él. Lo que no queda claro es si la segunda es una vida más cualificada que la primera.