Home » Viñetas » Una chimenea humeante

Una chimenea humeante

David Casado Neira

Sierra de San Mamede (Ourense), Febrero de 2022

Copyright

 

Es un invierno de nieve y subo con un compañero hacia una sierra cercana. El típico destino de montaña que aún se puede hacer en un día sin necesidad de organizar pernoctas y largos trayectos en coche. Aparcamos en la última aldea hasta la que llega la carretera y empezamos a andar. El paisaje, como cada vez que nieva, es tranquilizador y familiarmente desconocido. Ahí en dónde antes se recordaban recodos ocultos por los árboles, ahora se abre un paisaje abierto, los recodos conocidos adquieren otro significado. Y de repente nos damos de bruces con un paisano. No en el medio del camino sino apoyado en la verja de entrada a una explotación ganadera. Ahí en donde yo hubiese jurado que jamás había otra cosa que monte y matorrales. Todo tiene una pinta muy precaria o igual, simplemente, reducida a lo realmente necesario, sin más compromisos.

Tiene una cara de otro tiempo, curtida por el sol, el pelo de un pelirrojo envejecido salvaje sobre su cabeza, y la mirada de quien no tiene miedo a nadie ni nada que ocultar. Nos paramos a hablar con él, le comentamos que nunca habíamos deparado en su granja, y nos sonríe con una gran boca sin apenas dientes y con una encías inflamadas como si se hubiese inyectado botox atravesando los labios). La ropa sucia por el trabajo y remendada de manera muy precaria, como es frecuente en muchos hombres que aprender a zurcir de forma tardía y autodidacta. Pero nadie que inspire compasión o pena. Demasiado irradiante, igual por el aguardiente de la mañana, igual por poder tener conversación, pero no parece ser algo tan circunstacial. Se le ve feliz.

“Estiveron onde as portuguesas? [¿Han estado con las portuguesas?], pregunta. Negamos sin saber muy bien a qué se refiere. Y se da cuenta. Nos recomienda ir a visitar a las portuguesas, después de pasar frío andando innecesariamente por el monte (incluso en vez de). Una recomendación honesta. Viven en una aldea cercana, se puede ir a pie, son alegres, cantan y le hacen a uno reír. Nos mira con los ojos sonrientes de quién sabe que vale la pena en la vida. Al otro lado del valle se ven media docena de tejados de pizarra, de uno sale humo por la chimenea. Nos despedimos hasta otra ocasión.

Somos dos pelagatos que eligen el frío, y prefieren la compañía de otro cincuentón antes que la  de las portuguesas que están “abertas dia e noite” [abiertas día y noche]. En la cumbre nos atrapa una tormenta de nieve. De vuelta no conseguimos identificar la entrada a la granja, y tampoco vamos a la casa de las portuguesas.