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Refugio en un hospital

Daniela Rea

Querétaro (México), abril de 2022

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Esta es una cata sobre la forma en que las familias construyen e intentan construir refugios dentro de los hospitales durante las guardias de compañía a sus enfermos, para hacer más llevadero —para pacientes y familiares— el tiempo en un espacio que patologiza, burocratiza, infantiliza, medica, y no refugia.

Estamos en el ISSSTE, un hospital público en la ciudad de Querétaro, a unas 3 horas de México DF. Mi suegro, un hombre de 79 años con neumonía y varias comorbilidades, está internado en el piso 3 de medicina interna. Entre Ricardo, su hermana y yo —y algunos enfermeros pagados eventualmente— haremos las guardias.Ricardo, mi compañero, había pasado la primer noche de guardia y nos advirtió lo que venía: el calor sofocante que se encerraba en el cuarto compartido, no le dejaron entrar alimentos para alimentarse durante la noche, no calculó el agua y llevó sólo una botella que le ofreció a su papá para que humedeciera sus labios y su garganta, no le permitieron conectarse a la luz por lo que se quedo sin batería a mitad de la guardia y lo peor, no pudo dormitar ni unos minutos pues su padre, harto y desesperado, se arrancaba las puntas que le sumistraban de oxígeno. Pero lo peor parecía ser la silla en la que tuvo que pasar la vela:

El ISSSTE es un hospital público que tiene cada vez menos recursos (y parece que también más reglas sinsentido): los familiares no pueden ingresar cobijas, almohadas ni sillas, catres o colchonetas para hacer la guardia. No me queda claro si esto fue una regla que quedó de la pandemia o es algo que siempre estuvo ahí en el reglamento, para evitar el ingreso de bichos como pulgas o piojos, o para evitar la obstrucción del poco espacio de las habitaciones. Es algo que imagino tratando de dar sentido. 

Cuando Ricardo salió de su primera noche pensamos: es la primera noche, vamos a aprender. Por ejemplo a esconder la comida entre la sudadera, a llevar dos sudaderas para poner una de respaldo o de almohada, a domitar recargado en la cama de tu padre, a llevar pila del celular y a comer  gomitas de CBD para pasar menos inquietos la noche. 

El vecino de cuarto 332 era un señor que se estaba recuperando de la cirugía de un cáncer, acompañado casi siempre y solamente por su esposa y su hijas, a través de la cortina de tela escuchábamos como les pedía cada 5, 10 minutos que le pasara el cómodo para orinar. A los pocos días el señor vecino se fue y la esposa dejó vacía su silla así que la cambiamos por la que no tenía respaldo. Por lo menos pasaríamos las guardias en una silla normal. Con el tiempo pudimos hacernos de otras dos sillas y con eso simular una cama para recostarse durante las guardias nocturas. 

Una cosa que se aprende en el hospital es la importancia de la antigüedad: puedes hacerte de mejor inmobiliario, pero también suavizar las primeras caras-duras de los doctores, doctoras y enfermeros, con el tiempo sabes su nombre, un poco de su vida y ellos de la tuya y eso a su vez permite suavizar otras reglas y entonces meter 3 almohadas, una cobija, una silla de playa para descansar mejor; ingresar comida y alguna pequeña televisión (no lo hicimos, pero supimos de otro paciente a quien sí se la llevaron).

En el otro cuarto del piso 3 había una persona, no sabemos si era hombre o mujer porque por la puerta entreabierta sólo veíamos sus piernas cubiertas. De todos los pacientes a la redonda era la que más visitas recibía, demasiadas manos femeninas para rotarse la guardia, mujeres jóvenes, medianas y mayores venían a cuidar. Le cantaban boleros todas las tardes y el canto nos alcanzaba a llegar a todas las habitaciones, un día mi suegro identificó “Reloj no marques las horas” y a mi me pareció verlo sonreír.Con mi suegro Ricardo hacía un poco de todo: tenía conversaciones profundas y le proponía perdonarse lo que había que perdonar, soltar, agradecer la vida, intentar estar tranquilo en su espíritu; le hablaba de historia, un gusto que ambos compartían, de la batalla feroz que sucedió durante la guerra de independencia en ese lugar donde antes estaba el cerro de las campanas y ahora el hospital, su cuarto, su cama; le enseñaba los dibujos que le hicieron sus nietas: 

Para pasar sus noches en vela, para calmarse a sí mismo, Ricardo dibujaba:

Las guardias nocturnas pronto se hicieron insostenibles, tuvimos que recurrir a contratar a algún enfermero o enfermera que lo hiciera. Sindicalmente los trabajadores del hospital pelearon y ganaron la posibilidad de hacer guardias en sus tiempos libres para familiares y cobrar por ellas. Contratamos a una chica del ISSSTE que la primera noche se quedó dormida y mi suegro se arrancó las puntas de oxigenación, querían intubarlo por el daño. La familia se negó a pagarle a la enfermera y ella reclamó y comenzó a decir entre sus compañeros que nadie fuera a hacer guardias al cuarto 332 porque la familia no paga. Yo me enteré porque pude entrar al grupo de whatsap que tienen los enfermeros donde se anuncian las guardias, quise explicar ahí lo que había pasado, pero me dio miedo hacerlo porque estábamos en sus manos, mi suegro estaba en sus manos y podían desquitarse con él. Al final se negoció un pago intermedio y contratamos a un enfermero por fuera que entraba como familiar nuestro.

Cuando me tocaba guardia le ponía música. Música cuando estaba muy inquieto y agitado de su respiración. Aunque no hablábamos mucho de eso, recordé que una vez en su auto encontré varios CD’s de música clásica y le puse las 4 estaciones de Vivaldi desde mi celular, recuerdo ver cómo cerró sus ojos, recargó su cabeza en la almohada y comenzó a respirar profundo, sin la agitación que lo tenía agotado desde dos semanas previas; le puse también una de mis piezas favoritas, By the sea, y le dije que se imaginara a una pareja de enamorados bailando en una terraza frente al mar, como sucede en la película de Theo Angelopoulos, que intentara dejarse llevar por esa calma, que recordara y se dijera a sí mismo que tenía a 3 hijos buenos, buenas personas, y que sus hijos estaban bien, acompañados por personas que los aman, que podía estar tranquilo. Para sus momentos de inquietud también servía hacerle masaje, en sus piernas y en su cabeza, en su cara. Estar ahí sobando su cuerpo enfermo, sus piernas ya sin vello, sus brazos llenos de pecas y manchas de sol, su cabello blanco y despeinado, sus cejas alborotadas, su cuerpo enfermo  y agonizante me hizo pensar en la importancia de cuidar de ellos, como que en medio de tanto horror y tanta no justicia, tengo la sensación de que lo único que nos queda ofrecerles a nuestros muertos es esto, su cuidado, el cuidado de su cuerpo, como si esas caricias y cariños fueran capaces de limpiar o curar algo de todo el horror atestiguado. Y no es que mi suegro haya sido víctima de la violencia, sino que estar ahí con él me hizo pensar en ello, como pensé en ello cuando vi el cuerpo de mi abuela muerta, arreglado dentro del ataúd: me permitió reconcilar algo con la muerte, con la muerte buena. De alguna forma, a la corta distancia, siento que este cuerpo, un cuerpo entero, completo, presente, es y fue también un refugio para mi para reconciliar con algo de lo que sí podemos hacer. 

Cuando estaba lúcido le preguntaba sobre los momentos más felices y luminosos de su vida: cuando tenía 12 años y era parte del equipo de basquetbol, cuando conoció a Teresa, su esposa, en la universidad y se enamoró de su dulzura. Trataba de sacarlo de esas frases en las que se lamentaba de estar ahí, de haber terminado ahí… no sé a que se refería pero quizá a estar en el hospital público porque un mal manejo de la fábrica les había hecho perder el seguro de gastos médicos que les permitiría pagar un hospital privado. 

Cuando lo encontraba despierto y malhumorado, inventando planes para escapar del hospital, le propuse jugar caras y gestos de libros y películas: tomé un portasueros y le releí el inicio de la novela “La guerra del fin del mundo” que dice algo así: era un hombre tan delgado que daba igual si lo veias de frente o de perfil. Esa novela les gustaba mucho a él y a su hijo Ricardo; también hice “Lo que el viento se llevó” con una sábana que  agitaba al aire. Ambas las confundió con la novela “Por quién doblan las campanas”, de Hemingway. Me gustaría pensar que fue una señal de algo, porque en la novela, el protagonista Jordan se resigna a que su misión ha sido cumplida y que es mejor morir ahí. Me gustaría pensar eso porque Ricardo siente que su papá no se fue en paz, que no se resignó, no aceptó, no se rindió, no concilió, no se perdonó. Me gustaría pensar que sí, que en algún momento encontró una forma de resignación.Murió el miércoles a las 10 de la mañana. Las niñas decían: mamá ahorita ya está volando. Por la tarde, las niñas me preguntaron si el abuelo ya había llegado al cielo.