Home » Viñetas » Paciente errático

Paciente errático

Álvaro Villar

11 de febrero de 2022

Copyright

 

El día anterior la Asociación Española Contra el Cáncer me pasa el contacto de Fátima, una mujer de unos cuarenta años que entró a España hace ahora cuatro como solicitante de asilo. Apareció primero en Melilla tras huir de su país por motivos políticos y desde entonces ha recorrido la península pasando por una lista larga de ciudades. La última parada ha sido Bilbao, siguiendo la promesa de encontrar aquí la asistencia que necesita para tratar el cáncer que padece desde 2019. Una enfermedad originalmente localizada en el seno derecho pero que ahora se habría extendido por varias partes de su cuerpo.

Equipaje mórbido

En la conversación preparatoria hablo con la psicóloga que coordina mi acompañamiento en la organización y a la que conozco desde hace unos años. Como otras muchas veces, me da los datos básicos remarcando, en esta ocasión, que es un caso difícil, que desborda las características de las personas que suelen asistir. Se trata de una mujer migrante que desarrolló su cáncer al poco de atravesar la frontera sur española, con el que lidia desde entonces. A pesar de haberse sometido hace unos meses a una operación donde se le extirpó el tumor primitivo, su estatus itinerante ha hecho imposible llevar a término los tratamientos post-operatorios o preventivos. El cáncer aparece ahora a través de réplicas nuevas, en forma de metástasis. Tras dejar a medias varios ciclos de quimio el último médico que la vio le recetó un tratamiento preventivo a base de cápsulas portátiles llamado tamoxifeno. Se trata de un medicamento complementario, normalmente utilizado para evitar la reaparición de la enfermedad durante los cinco años posteriores a la superación pero que Fátima toma a diario, allá donde va. Mejor prevenir que curar, siempre, menos ahora. Lo uno habría sustituido a lo otro en un caso donde el cáncer es solo un problema entre otros muchos, algo similar a una vulnerabilidad de fondo que condiciona el rumbo de nuestra acompañada pero que de ninguna manera ocupa todas sus preocupaciones. Hace las veces de petate incómodo pero que a la vez moviliza a la mujer.

Diario de paseo

Llego a las 11:21 al albergue municipal, situado en la calle Doctor Areiza donde estoy citado con Fátima y el trabajador que lleva su caso. Mi participación se limitará a acompañarla hasta la sede de la asociación, que está a unos 20 minutos a pie según Google Maps. El lugar me es familiar. Hace varios veranos, antes de comenzar la tesis, trabajé en Correos repartiendo cartas certificadas por el vecindario y cada mañana solía hacer el descanso frente a la máquina de café del portón de afuera, tras entregar el taco engomado de misivas diarias. Multas, empadronamientos, citas médicas, destinadas a nombres forasteros, muchas veces mal escritos, que el guarda de seguridad barajaba llevándose el dedo a la boca y devolviéndome la mitad. Tiempo después, hará un par de semanas, volví a pasar por aquí haciendo una cata de campo similar a la que trato de contar aquí. Anduve merodeando por los aledaños del bloque donde se encuentra el centro, visitando un lugar al borde de la autopista en forma de espacio boscoso, encerrado entre los parasonidos y la calle, en el que también suelen pernoctar personas sin hogar. [Casualidad] Me dispongo a entrar al edificio a la par que una patrulla de municipales jóvenes, me presento como voluntario de la AECC y enseguida me remiten al despacho del trabajador social. Es una habitación situada frente a una cocina de techos altos y blancos, compuesta por una mesa alargada rodeada por personas de diferentes edades, géneros y nacionalidades pero casi todas en chándal y cuchicheando. Cuando entro, el rumor se interrumpe dejando paso al quejido de un chaval joven que acaba sacar un té, al parecer borboteante, del microondas. El trabajador social me presenta a Fátima, que está sentada en una silla junto a la pared donde se abre la puerta. El asistente me pregunta que cómo ando de idiomas, que si hablo francés o árabe, y me comenta la mujer cuenta con un Smartphone sin línea telefónica, que utiliza cuando encuentra lugares con red Wi-Fi. Sin más remilgos nos despedimos y salimos a la calle para encarar recorrido. Es una mujer que mide algo menos que yo, de complexión más bien menuda pero ligeramente entrada en kilos. Lleva un gorro de algodón gris entre cuyas costuras asoman mechones de cabello negro, moteados por tinte de color rojo oscuro como trazos de lo que parece ser una melena corta y ligeramente ondulada. También viste un abrigo de plumas desgastado, plastiquero, de color gris sufrido, que no tiene pinta de abrigar demasiado ni de ser impermeable pero que no se quitará en ningún momento del día. Cubre un jersey cedido de punto granate acompañado de unos vaqueros y unas zapatillas New Balance de colores chillones que al contraste con el resto de prendas parecen bastante menos deterioradas. Agarra consigo un bolso de color marrón del que asoma una montaña de papeles arrugados que insiste en enseñarme. Son informes médicos con logotipos del gobierno autonómico de Aragón, el pasaporte, la característica tarjeta roja de solicitante de asilo y unos cuantos post-it pegados entre sí con algunas direcciones apuntadas. Entre el papeleo asoma un paquete de tabaco de liar muy manido, con migajas marrón vegetal acumuladas entre los pliegues blanquecinos, y que saca nada más salir para hacerse un cigarrillo. Fátima parece desorientada, conforme cruzamos la acera me pregunta que si vamos al médico a la clinique, caigo entonces de que no se ha enterado de lo que nos ha dicho momentos antes el encargado del albergue. A pesar de llevar tres años en España no se desenvuelve bien con el idioma y esto, aunado a que respira con bastante dificultad, hacen de la comunicación una tarea interesante [paciencia]. Entre balbuceos y vistazos al traductor del móvil apañamos un dialecto ocasional, compuesto de señas y trazas malhabladas de francés y castellano. De repente interrumpimos el ritmo y la mujer entra sin avisar a un bar para entrar directamente al baño. El negocio es angosto y está vacío.

Me quedo esperando unos 10 minutos cara a cara con el camarero, quien me mira con extrañeza hasta que le acabo pidiendo una botella de agua de un euro para procurar justificar el motivo de la espera. Conforme sale del baño le doy el botellín, se lo mete al bolso y ya fuera, como si se tratara de un automatismo, saca el paquete de tabaco y se empieza a hacer un cigarrillo conforme avanzamos.

Me comenta, en primera persona y con más detalle, la información de la que me informaron en la asociación; que hace 3 años le detectaron cáncer de mama del cual fue operado pero que ahora le había empezado a doler bastante otra vez. Le pregunto por aquellos años, por el motivo de su solicitud de asilo y me responde que fue por motivos políticos pero evita ahondar más en el tema y seguido se centra en hacerme preguntas sobre la ciudad [Bilbao]. Nunca había estado antes y hace menciones a la ría porque al parecer le recuerda a la zona marítima de su ciudad de origen. Me dice que es grande, bonita, muy turística, pero, sobre todo, recalca que está aquí porque en su día le prometieron que había más ayudas sociales y tendría acceso directo a los tratamientos que necesita. Fátima me vuelve a preguntar hacia dónde vamos y le intento explicar, con poco éxito, que se trata de una ONG que le ayudarán a ponerse en contacto con un médico [aunque no es exactamente así]. Vamos a paso ligero y se generan ratos de silencio, tan solo roto por las indicaciones. Un silencio que, por inevitable que es, no genera incomodidad. Al rato vuelvo a intentar sonsacarle el tema del exilio y descubro que no es ella la única que tuvo que marchar pues sus padres se divorciaron y actualmente viven en Alemania después de pasar varios años por Bélgica y Suiza. Mientras me habla, busco noticias en Google de Le printemps árabe publicadas hace unos 10 años en diarios franceses para intentar rebuscar algún referente común que pudiera ayudarme a encuadrar los motivos de su huida pero tras varias evasiones y un manifiesto desinterés por su parte, dejo de insistir.

Cruzada la última calle entramos en la sede de AECC, presento a Fátima y pongo al día de su situación a la trabajadora social que participa en el programa de voluntariado. Me despido de la mujer y bajo a tomarme un café en la cafetería de abajo a la espera de que me vuelvan a llamar para retornarla al refugio del que venimos. Me pido un café con leche, saco la libreta de campo y empiezo a escribir las primeras páginas que dan origen al texto que lees.

El mapa agujereado

A los 40 minutos de tomar asiento, con el café aún a medias, recibo una llamada de la trabajadora social para proponerme acompañar a la mujer al hospital porque no la conocen y tienen muchas dudas [que su historia está llena de “vacíos”, de cosas que no cuadran]. Empieza entonces a exponérmelas con tono algo frustrado, quizás sin darse cuenta. Comienza diciéndome que Fátima no encaja en el perfil de mujer árabe [qué será eso]. Pues no lleva hiyab y según los trabajadores del alberque no guarda las costumbres de otras personas que están en su misma situación. Me dice que después de tres años debe de tener más recursos sociales de los que nos muestra porque parece infinitamente más independiente de lo que sería una mujer de familia tradicional venida desde su país.
Continua diciéndome que tampoco encaja en el perfil de solicitante de asilo. Pues a pesar de portar la tarjeta roja acreditativa de su condición no queda claro cual ha sido la causa que le ha traído aquí. La tiene caducada desde hace tiempo y actualmente hace todos los trámites con el pasaporte. El recorrido realizado a través de ciudades numerosas y desperdigadas dentro y fuera de España no sigue los itinerarios típicos de las personas en su situación, dirigidos hacia un destino reconocible, de hecho, pareciera saltar de una ciudad a otra sin trayecto, sin estancias intermedias. Sus paradas son puntos en el mapa sin ningún tipo de conexión entre sí, ni geográfica ni social, se trata de una suerte de exilio itinerante que cuenta a través de versiones que son contradictorias entre sí. Entre lo que les cuenta a las responsables de la organización y lo que pudieron escuchar en su propia lengua materna algunas compañeras del refugio anterior hay cosas que no cuadran. Pero lo que quizás le llama más la atención es la pasividad con la que actúa, la ausencia de actitudes que tienen que ver con el temor o el resentimiento ante un presunto hecho traumático [sufrir es convencer]. Finalmente, La trabajadora social me dice que no encaja en el perfil de enfermo de cáncer, pues el cáncer es una enfermedad grave que tiende a prolongarse en el tiempo como en nuestro cuerpo y por ello mismo exige en el enfermo un mínimo de permanencia espacial [no es una enfermedad para nómadas]. A pesar de lidiar con la enfermedad desde hace tres años nunca ha conseguido completar ninguno de los tratamientos recomendados y en las hojas del bolso que lleva a rastras encontramos sellos de hasta cuatro hospitales diferentes junto a varias terapias dejadas a medias. Cada vez se hace más evidente que en la vida de nuestra paciente, la enfermedad constituye un problema “a pesar de todos los demás”, difícil de alternar con otras vulnerabilidades. Me cuenta también que nada más llegar al albergue procuraron que acudiera centro de salud pero que ella, en lugar de gastar el dinero que le dejaron en coger un bus urbano que le dejara cerca, se quedó en un bar del barrio tomando un café. Ante este cúmulo de descuadres la trabajadora social cambia los planes y me pide expresamente que le acompañe al hospital de Basurto porque sin los papeles en regla y ante la imposibilidad de concretar una cita, solo queda dejarle en urgencias a la espera de que alguien le atienda.

La opción es entonces convertir el cáncer en una enfermedad aguda con el objetivo de atajar el conjunto de trámites intermedios que debiera llevar a cabo un solicitan de asilo en circunstancias normales [El padecimiento deja de ser un lastre para ser un salvavidas asistencial]. Una vez allí mi el acompañamiento habrá acabado y deberé dejarla a su suerte con el objetivo de obligarla a movilizar los “recursos” a los que se refiere la encargada. Me comentan que tras la consulta debería volver por sí misma al albergue donde me aseguran que disponen de un médico encargado de hacer un seguimiento individual de cada inquilino e insisten en que no me quede con ella dentro del hospital para evitar apegos innecesarios. Me tomo de trago el café que quedaba en la taza, ya frío, y salgo directo a las oficinas.

Cierre sin despedida

Una vez fuera del edificio ponemos rumbo a la planta de urgencias de Basurto, lo que será la última parada del día, al menos juntos. Nada más salir Fátima me dice que tiene hambre, que necesita ir a comer al albergue y nuevamente me da la sensación de que no se ha enterado muy bien de lo que le han comentado en la asociación. De una forma u otra, aprovechando la distorsión hablada, le hago entender que no, que primero pasaremos por el médico y a así hacemos. Tras liarse otro cigarro y continuamos el camino, esta vez más distanciados, pues la mujer parece encontrarse más cansada que antes. Le pregunto a ver qué le ha parecido la asociación, que cómo le han tratado y ella me responde que son mujeres muy majas sin añadir nada más. Le noto pensativa. Me dice que la cabeza le da muchas vueltas, que ella solo quiere trabajar, poder tener una casa y un trabajo. Así, lo que antes era desorientación parece dar paso a la desidia sin adornos. Diez minutos después traspasamos en el recito hospitalario y continúo con ella por la hilera de setos a pie de carretera que comunican la entrada con el pabellón de urgencias. Después de explicarle desde fuera dónde tiene que ir y a quién tiene que dirigirse se me queda mirando y me pide que la espere justo en el punto donde nos encontramos, en la acera frente a las puertas automáticas. Entra casi sin despedirse, quizás porque esperaba que yo me quedara enfrente, y vuelvo sobre los pasos que hemos hecho hasta ahí a ritmo ligero. Tras doblar la esquina y dejar atrás el hospital pienso en la posibilidad de que la mujer haya dado marcha atrás y en algún momento me la encuentre en el camino de vuelta a casa [no es así].