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Matadero de Sueca

Iñaki Rubio

Sueca (València), 23 de diciembre de 2021

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A los 18 años ingresaba en la Universitat de València para realizar los estudios de Sociología y Ciencias Políticas. Para la gente de mi zona el paso del instituto a la universidad supone trasladarse a vivir a la ciudad, pues la distancia de 120 quilómetros es suficiente para persuadir a cualquiera de hacer el camino todos los días. Más teniendo en cuenta que hay que atravesar de sur a norte València, algo que se complica en hora punta. Dejando atrás el énfasis con el que coges la vida adulta y “autónoma” al principio, volver a casa los fines de semana se convirtió en una costumbre secundada por la mayoría. Así, semana sí semana también, tocaba recorrer la ida y la vuelta. Para realizar este trayecto disponíamos de distintos medios. Uno de ellos era el tren, probablemente el más cómodo si tenías a alguien que te recogiese en Gandia (pues aquí acaba la línea).

La hora de viaje en tren daba para mucho. Partiendo de l’Estació del Nord, enseguida se deja atrás el cemento y el ladrillo de la urbe para surcar l’Horta, solo interrumpida por la gigantesca fábrica de Ford que tiñe de gris el inmenso manto verde o amarillo que se extiende hacia las sierras del interior. Después las vías se adentran en l’Albufera y sus arrozales, un paisaje cenagoso que Blasco Ibáñez inmortalizó en sus obras costumbristas.

El tren atraviesa apeaderos y municipios, entre los cuales destaca el de Sueca. Cuando la locomotora se detiene aquí, es imposible no fijarse en un complejo enorme, con tintes monumentales que por entonces no sabía de qué se trataba. No daba mucho tiempo a especular. A la ausencia de marcas claras se le unía la rápida marcha del tren, que en pocos segundos dejaba atrás este edificio como cualquier otro hasta llegar a su destino.

Siete años después de aquellos primeros viajes en tren, viviendo en Bilbao y con la tesis en curso, me interesé en los asilos de ancianos como institución histórica que hasta bien entrado el siglo XX, estarían mayoritariamente a cargo de órdenes religiosas. Echando mano de la poca bibliografía que se ha preocupado por estas cuestiones supe que la primera congregación española que tomó por objeto la asistencia de ancianos fue Las Hermanitas de los Ancianos Desamparados. Casualmente, levantaron en València su primera institución; y un tiempo después, eligieron Sueca para el mismo propósito. Buscando imágenes por internet, me di cuenta que este era el monumento en el que tantas veces me había fijado durante mis viajes en tren.

Aprovechando que lo conocía y que no quedaba lejos de donde estaba pasando las Navidades, me decidí a realizar una pequeña inmersión en el campo. Más bien, en sus exteriores. Esta vez fui en coche, con el objetivo de observar el asilo más detenidamente, poder darle unas vueltas tranquilo y tomar notas. Llegando a Sueca activé el GPS para no perderme, pues no conozco muy bien el pueblo y quería no desviarme demasiado. Pero fue precisamente el GPS el que me desvió del camino más simple, haciéndome entrar en la maraña de cultivos que envuelven la localidad. Resulta que detectó que una vía de carril único, asfaltada parcialmente y con acequias viejas a cada lado era, en términos de distancia, más directa que seguir el par de avenidas con las que cuenta el pueblo. Cuando ya asomaba el morro del coche por el saliente que me devolvía a la pequeña urbanidad, me encontré con un escenario que me llamó mucho la atención.

Como anuncia el letrero central de cerámica, se trata de un matadero local en el que, extrañamente, iba ingresando un goteo de ancianos en silla de ruedas. Reparé en él por un motivo sin demasiada relación; compartía estilo arquitectónico con el asilo que quería visitar. Más tarde supe, con ayuda de un panel, que ambas estructuras forman parte de la Ruta Modernista local que recoge los vestigios del estilo neomudéjar que se desarrolló en esta comarca a principios de siglo XX.

Tomado sin contexto o con una mirada desconfiada, esta imagen retrotrae a ejemplos culturales y literarios con un fuerte componente lóbrego. La entrada de personas vivas porteadas por otros, en una instalación construida para producir una muerte técnica y sumaria y un posterior despiece resulta impactante. No alcanzaba a ver el motivo real de la escena, medio preocupado por que no me cogiesen echando las fotos y mal apeado en el andén. Cuando se despejó un poco de gente, me acerqué y pude leer el cartel que colgaba de la puerta de la instalación: “AFASU. Associació de Familiars de Persones amb Alzheimer de Sueca”. Resulta que esta pequeña asociación local había aprovechado las instalaciones del antiguo matadero para realizar actividades de acompañamiento, cuidado y talleres, organizadas durante las horas que los familiares a cargo de los ancianos tienen que ir a trabajar. Lo que fue durante largo tiempo un matadero, había sido reconvertido en un espacio donde dar cobijo y asistencia a personas con una enfermedad neurodegenerativa que cuando se agrava acaba generando estados de vulnerabilidad profunda. Recuperando la idea de “refugios paradójicos” que encamina las reflexiones que tienen lugar últimamente, esta experiencia me llevó a reparar en dos cuestiones que pueden ser interesantes.

La primera ya se puede advertir de lo dicho más arriba: el uso contradictorio de los espacios que permite visualizar con mucha claridad lo paradójico de los refugios en un sentido clásico. Que son lugares de amparo, integración y protección y al mismo tiempo, de exposición, exclusión y abandono. En este caso, la cosa sucede a la inversa. Que imaginativamente, un matadero pasó a ser usado como un espacio donde apoyar la vida de personas con una condición difícil de abordar incluso en el interior de poderosos aparatos como el hospitalario y el geriátrico.

La segunda es el encuentro inesperado como una instancia metodológica potente para visibilizar aspectos del día a día que suceden delante nuestro sin que sean percibidos. Ya sea en la vida cotidiana -mientras salimos a correr, nos dirigimos al metro, paseamos, o en unas vacaciones- o durante una visita al campo -cuando nos dirigimos hacia él, cuando no encontramos lo que buscábamos y aparece otra cosa en su lugar, o cuando percibimos que en el registro de “lo importante” se nos cuela algo a priori irrelevante, pero que luego recuperamos para otra cosa que nada tenía que ver-.  Tal vez haya un poco de las dos cosas.

Los encuentros inesperados son capaces de condensar en un momento imprevisible relaciones que podrían haberse dado en muchas circunstancias anteriores, pero siempre han pasado inadvertidas o no han captado nuestra atención. El ojo no estaba preparado, no llegamos a anotarlas, o simplemente no sucedieron. El componente enigmático, o más bien “ametódico”, que define este tipo de situación es que resulta realmente difícil entrenar la percepción para captar sistemáticamente las capas de la realidad que se nos suelen escapar. Suelen ser fruto de cadenas de circunstancias ajenas que de ningún modo permitían prever como resultado el hallazgo. Pensemos en el matadero. Para encontrarlo, partimos de una repetición de viajes cotidianos en tren que estaban “olvidados en la memoria”. Para acercarnos al asilo de Sueca, tuvieron que conjugarse esos viajes con un interés académico que tomaría forma bastante tiempo después, en el otro extremo de la península. No solo eso, sino que tratando de llegar al asilo, una “confusión” del GPS sería lo que me llevaría directamente a dar con el matadero. Un matadero en el que no me hubiese fijado si no fuese porque comparte estructura arquitectónica con el asilo que, en realidad, quería visitar. Tras el matadero, hay una cadena compuesta por fragmentos de distinta naturaleza: la repetición o costumbre de un viaje en tren, las preocupaciones de una fase concreta de una investigación en curso, el equívoco de un instrumento tecnológico, determinadas similitudes estéticas, y un uso del espacio completamente imprevisto -asistir a los ancianos-.

Si tratamos de explorar el encuentro inesperado como una metodología posible, una primera pregunta podría ser ¿qué visibilizan exactamente? Seguramente cosas muy distintas, hemos podido compartir ya unas cuantas. A veces los encuentros inesperados muestran espacios inhabitables, pero que se habitan. Otras veces muestran los pertrechos que permiten el cobijo allá donde uno nunca pensaría encontrarlo. Incluso a veces muestran personas, personas que están dejando de serlo, o a la inversa, vidas que de algún modo buscan constituirse como personas. Pero… ¿qué tienen en común todas estas situaciones?; ¿hay acaso algo común?, ¿quizás que nos hablan de refugios allá donde uno no los espera?, ¿o tal vez que se trata de existencias paradójicas?