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Frontera de Irun

Iñaki Rubio

Irun, 19 de mayo de 2022

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El 19 de mayo fue la fecha elegida para llevar a cabo una de esas catas que por la lejanía requieren de un poco más de organización. Ese día salgo de casa temprano, a cosa de las 8, dirección al metro. Llegando a las barreras que permiten el paso tras fichar, topé de frente con una de esas bocanadas de sanitarios que en hora punta acuden a Cruces para incorporarse a su puesto de trabajo en el hospital que ocupa la plaza principal del barrio. Haciendo el camino inverso a muchos de estas médicas y enfermeras, salgo del metro en la estación de Abando y me dirijo hacia el barrio de San Francisco. Al llegar, me sorprende que tan temprano se aprecie ese bullicio que caracteriza normalmente a este entramado de calles céntricas, pues siempre creí que era cosa del ocaso y de los letargos nocturnos. Cuadrillas de personas ociosas (eso parece), amigos y compañeros allí y allá, vociferando en cada esquina, se mezclan con currelas que se apresuran, madres con niños uniformados que se dirigen al colegio, y una engalanada farmacéutica que corre el telón metálico del establecimiento que regenta. Allí me reúno con Eli y Gabriel para coger el coche y conducir hacia Irun, donde debíamos realizar una visita que llevábamos tiempo planeando.

Pensar en fronteras siempre me resulta un trabajo laborioso desde el punto de vista experiencial. No acostumbro a sobrepasarlas, o no por lo menos por sus pasos institucionalizados. La más cercana, la de la Jonquera, suele cogerme a más de 6 horas en coche de donde vivo. Olvidando, estúpidamente, que el Mediterráneo que saliniza el agua corriente de mi casa hasta el punto de hacerla casi imbebible constituye una de las grandes fronteras de nuestra época. Supongo que los que somos de por allí lo ignoramos. Al menos, hasta que ingresamos en la universidad y algunos profesores humanistas y con recorrido político (recuerdo a Javier de Lucas, a Joan Romero, y sus alegatos europeístas pre-Brexit) nos lo recuerdan.

La frontera norte que abraza la ciudad de Irun nada tiene que ver con eso que veníamos a encontrar, al menos a simple vista. Advertidos por notas de prensa y alguna que otra experiencia viajera de boca en boca, sabíamos que allí se esconden personas que migran desde distintos puntos de África hacia Francia, intentando rebasar el último escollo pendiente de una larga travesía que no sabría relatar. Esta larga línea administrativa que tanto poder había perdido desde el ingreso en la Comunidad Europea, parecía haber resucitado al calor de estas migraciones (alimentadas con presunciones de ingreso de terroristas), y por las restricciones que el Covid-19 trajo consigo. En fin, con este mapa difuso y cambiante e impresiones a contrastar, aparcamos el coche en un parking subterráneo y salimos a la superficie. Nada más lejos de la realidad, lo que la vista nos ofrecía era una ciudad ordenada, con extrarradios aburguesados, y con un tenue toque lóbrego que remendaba parcialmente el verdor de jardines y campas. Vino un corto paseo, y confirmamos lo evidente: nada por aquí, nada por allá.

En una plaza próxima a uno de los puntos señalados en nuestra visita nos reunimos con Larraitz, una estudiante de máster que trabajaba bajo la supervisión de Eli alrededor de la cuestión que allí nos convocaba. El bar Moscú que nos acogía (irónicamente) hizo de espacio para las presentaciones, y pronto nos dispusimos a continuar la expedición siguiendo la hoja de ruta fijada. Necesitados de orientación, al final damos con la dirección correcta para alcanzar nuestro primer objetivo.

Habíamos estado escudriñando los pasos de un pequeño colectivo local, Irungo Harrera Sarea se hacen llamar. Día sí día también, levantan un desmadejado puesto de guardia en la plaza del ayuntamiento. Protegiéndoles las espaldas, cuelga una pancarta con el nombre y lema. Poco más comentar de la infraestructura, salvo una silla por militante (tres en total), y una mesa desplegada. Tras un parco merodeo, nos acercamos y les interpelamos. Si no recuerdo mal, fue Eli quién inició la conversación, y aunque el mezclar castellano y euskera me confundió y perdí el hilo, no tardé en ponerme en situación. El diálogo resultó muy rico en el contenido (que un poco más adelante explicaré), pero más rico era todavía en ánimos y expresiones. El aura de denuncia, siempre tan resplandeciente, se confundía con cierto desánimo e ironía. Los enemigos están claros, los amigos también. Las razones sociales y tal vez morales que sujetaban el proyecto se escondían francamente bien tras argumentos sólidos que disparaban en mil direcciones. El lenguaje político, humanitario, y jurídico vertebraban un discurso coherente y trabajado.

Nos cuentan cómo se hacen las cosas con los migrantes, y también cómo deberían hacerse. Nos hablan de los dublinados. Nos hablan del tratado de Málaga y de las devoluciones en caliente. De los registros, de los no registrados, y lo que significa estar en tránsito. Nos problematizan esta frontera de goma (que rebota permanentemente a los migrantes) y selectiva (que deja pasar a unos sí, y a otros no). Cómo se les aparecen, y cómo acaban desapareciendo. Muestran sus conflictos con el Estado y con la Cruz Roja. También nos revelan su condición de compostadores humanitarios, gestores de los restos. Acabamos de conversar y nos dicen que si queremos dar con el albergue que está a cargo de la Cruz Roja, solo tenemos que seguir las huellas blancas. Sobre el suelo, además de las conchas de Santiago hay pintadas grafías con dos pies cuya dirección dirigen a este albergue.

Justo al lado del albergue de la Cruz Roja, hace poco se estrenó otro pabellón de migrantes que dada la emergencia repentina en Ucrania, se pensó también para ofrecer techo a estos nuevos refugiados. Este pabellón…en realidad no era uno, sino dos; y en realidad no eran pabellones, sino boxes industriales tipo garaje, lonjas en cadena. Lucían un acabado recién pintado (a diferencia de otros tantos boxes gemelos) y un contenedor amarillo con el logo de la Cruz Roja, pero el conjunto estaba completamente desangelado y desprovisto de huéspedes o trabajadores. Era un refugio vacío. Esta imagen llamaba poderosamente la atención. Podía ser simplemente un decorado cinematográfico como en el Show de Truman, de cartón piedra, que simulaba ser un refugio pero en realidad no lo era. ¿O sí? ¿Qué hace a los refugios? ¿Una infraestructura, una predisposición, o la condición de la gente que los habitan?