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El gueto húngaro de Europa. Una cata de refugiados y de los otros (refugiados)

Mariana Norandi

Hungría, agosto de 2022

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En el mail se nos animaba a escribir catas aprovechando las actividades realizadas en el verano. Van algunas de esas notas en esta cata.

Pasé el mes de agosto en dos lugares. En mi casa de Pamplona, refugiada del calor insoportable de este verano en Madrid, y dos semanas en Hungría. Nunca había estado en ese lugar y llegué con dos imágenes previas: la de los espectaculares edificios de la Hungría imperial y la de los refugiados atrapados en la frontera con Serbia en septiembre de 2015. Pero lo que sabía, que Hungría es un país impenetrable para toda población extracomunitaria que busca ahí refugio, allá esa idea tomó otras dimensiones; se respiraba, entraba por los poros, daba escalofríos. No solo está presente en los discursos gubernamentales; en el uso insistente de símbolos nacionalistas y en la ausencia de la bandera de la UE de los edificios estatales en rechazo a las llamadas “cuotas de refugiados”, sino que está presente, por ausencia, en las calles. En las calles de Hungría no hay refugiados ni migrantes. Con apenas un 1,6% de población extracomunitaria, la mayoría procedente de Ucrania y de Serbia, el paisaje humano es monótono con poca cabida a la diversidad no europea. No hay huecos, todo es plano.

Las calles de Hungría, tanto de los pueblos como de Budapest, son homogéneas, no hay personas procedentes de más lugares que del propio país y sus alrededores. Al menos con esta mirada externa, no hay diferencia poblacional, todo es igual y eso se nota. Los ciudadanos en las calles se diferencian por la clase no por el origen. Salvo los turistas —visibles en las zonas destinadas para esta población paseante principalmente en el “Gueto de Budapest”— el paisaje humano es idéntico, cual ladrillos de un mismo muro en el que se conforman como población homogénea y como muralla de una sociedad no-refugio. En un momento en donde la migración es una realidad patente y los flujos de desplazamientos humanos redibujan el mapa mundial, Hungría se ha “resguardado” de esa realidad, ha cerrando sus fronteras a cal y canto a base de dobles vallas electrificadas custodiadas por el ejército. Quizás por mi origen latinoamericano, mis experiencias migratorias y porque vivo en un país con una presencia migratoria evidente, sentí un vacío, un retroceso temporal, una sensación incómoda difícil de describir. Hungría ha hecho su propio gueto, que lejos de recordar a aquel que levantó para judíos durante la segunda guerra mundial, se ha aislado a sí misma, se ha auto-encerrado para que no entre nadie distinto.

Durante la llamada “crisis de los refugiados”, el primer ministro Viktor Orbán sostuvo que cerraba las fronteras para proteger a su país del “invasor musulmán”. Pero con esta declaración no solo se refería a evitar la entrada al país a todas aquellas personas que huían de los conflictos en Siria, Afganistán e Irak, sino a la diferencia. Cerró las puertas a todo aquel que pertenezca a otros grupos humanos no europeos o practique otras religiones, principalmente el islam. Inauguró entonces un discurso de odio a la diferencia, de miedo al “invasor” que ”contamine” la uniformidad. Y ese discurso caló, penetró profundamente en la sociedad húngara. De no ser así, entonces, cómo se explica la ahora acogida de miles de refugiados ucranianos que cruzan cada día sin barreras la frontera con Hungría. Familias enteras que entran al país por Zahony donde, lejos de ser recibidos con gases lacrimógenos como ocurrió hace siete años con los refugiados de Oriente Medio, organizaciones civiles y humanitarias les ofrecen alimentos, abrigo y los alojan en casas de familias o centros habilitados. El problema de Hungría, entonces, no es que no quiere refugiados, el problema es que no quiere grupos humanos diferentes y menos si son pobres. Porque ni para sus propios pobres es refugio y castiga a los húngaros sin hogar con multas, trabajo comunitario y, si es “reincidente”, con cárcel. Para dormir en las calles las personas sin hogar deben retirarse a barrios lejanos de las zonas turísticas o residenciales, a los extrarradios o más allá de estos, en donde nadie los vea, o en donde quien los vea tampoco importe. Los vi en una ocasión que me equivoqué de autobús y bajé en un sitio a las afueras de Budapest en donde no había palacios. Solo edificios antiguos, muchos parecían de los construidos durante el periodo soviético, sin pintar, sin color, sin esplendor y con otro olor. Era otro país, el de las ruinas y los invisibles.

Refugees welcome

Orbán quiere unas calles “en orden”, sin refugiados y sin pobres. Un orden, el suyo, representado en un imaginario civilizatorio, donde solo cabe el prototipo de ciudadano húngaro, basado en un pasado fundacional de la nación magiar y viejas glorias de la Hungría imperial. La estrategia es barrer lo que le molesta —como personas sin hogar u homosexuales— y evitar la entrada de aquello que no encaje en su concepto de orden. Intenta construir una Hungría de lo que está legitimado para ser visible, el resto lo desaparece, lo invisibiliza, lo expulsa, lo oculta del espacio público, del espacio de manifestación, del de existencia social.