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El Caracol, invirtiendo el refugio, enseñando a contar

Gabriel Gatti

Ciudad de México (México), noviembre de 2021

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Acabo de llegar a la Ciudad de México. No estaba en este país desde diciembre de 2019, cuando fuimos a Tijuana Nacho, Victoria, Eli y Ainara. Aun así, aterrizo con la sensación tramposa de que ya conozco el lugar. Lo cierto es que ese conocimiento se acabó en 2020, tanto porque no volví a venir aquí, como porque no seguimos hablando de eso con Nacho, como porque finalmente en ese tiempo, aunque he estado a menudo pensando en México, lo hice a partir de lo que estaba escribiendo en el libro. El libro es ahora mi México, las sensaciones que conté ahí son las sensaciones con las que llego y lo que sé de México es lo que se refleja en Desaparecidos.   

Llego aquí sin plan de trabajo claro. A Daniela le tiré un par de ideas, imprecisas, sobre lo que podríamos hacer: hablar con cualquier tipo de refugio, ir a cualquier tipo de cobijo. Ver algo. A fin de cuentas, tampoco tenemos ninguna obligación: el proyecto este año solo tiene que bucear y encontrar su vía de trabajo teórica y casos de investigación que respondan a las instrucciones que hemos ido desarrollando. Basta, en realidad, con caminar y paisajear. Tomamos primero unos mezcales en casa de Daniela, y entre mezcales decidimos. Aunque Daniela no contactó antes con nadie, rápidamente lo resuelve, ahí, en esa misma noche, habla con Quique, de El Caracol, un refugio para habitantes de la calle. Al día siguiente iremos. Y vamos, en uber, claro. No recuerdo bien el local, solo que me trajo a la memoria las casas de migrantes, de vallas altas y alambre de espino; México, en barrios no céntricos, los alejados del jardín de la ciudadanía, siempre tiene ese mensaje de peligro fuera/seguridad dentro.   

El proyecto de El Caracol nació desde una idea, diría, convencional de albergue, algo que aloja y protege porque saca y recorta, la lógica del refugio, un espacio cerrado que preserva de un exterior terrible o violento. De eso hace 27 años y desde entonces, los equilibrios han cambiado, también los lugares que ocupan los actores que juegan este juego. Si antes, quizás, ellos (los caracoles) acompañaban al Estado en la asistencia a quienes estaban en el territorio de las soberanías del primero ahora este, el Estado, se retiró; si antes ese quienes era, de algún modo, sujeto, persona, humano, ahora no tanto. El Estado, sí, se fue de ahí, y al irse dejó cuerpos sin cobijo necesitados de asistencia. 

Desde entonces, si es que el Estado hace algo, es apartar, segregar. Ya no provee. Y si cuida, recrea las condiciones de lo que descuidó: encierro compulsivo, un limbo jurídico. 

¿Quién se encarga de la zona gris? ¿Debe El Caracol reemplazar al estado, cubrir sus funciones? No saben, no lo saben aún. No quieren. Aunque lo hacen. Son… No sé, intermediarios entre el mundo de lo visible y el de lo que no, conectores entre sujetos expulsados de lo común con lo común. No llevan al Estado allí, tampoco traen a “esa población” aquí. Hacen existir mutuamente a uno en el otro. No es sencillo; tiene que ver con registros perceptivos más que con derechos (“Las educadoras y El Caracol como tal somos un poco este puente de unión entre la vida en la calle y las instituciones, somos un poco el catalizador que permite que ellos y ellas se vinculen con el Estado de alguna manera”) y aunque les llaman derechos creo que hablan de lenguajes, de códigos que reduzcan la brecha entre el Estado y esa “población”.  

Antes imaginábamos que ser pobre era una situación no una condición, que el tirado lo estaba por razones estructurales pero que, de algún modo, por el operar mágico o racional de cosas que se conjugan alrededor de un verbo como “integrar” o de un sustantivo como “solidaridad”, de ese lugar más o menos se podía salir y dejar de ser un SIN para ser un CON, parte del común, uno como nosotros, aunque sea en el borde. Es, ay, la sociedad. La forma de imaginar la arquitectura de la vida compartida que se deduce del imaginario del refugio y del cobijo y del amparo y del albergue. Era así. Pero ya no; ahora es una vida así, una vida que no lo es:  

No creemos que sea una situación de calle. Una situación se delimita por tiempo y espacio, o sea, el tiempo que estás en un lugar y el espacio que ubicas, que es, por ejemplo, estoy en condición laboral o en condición de desempleado, condición de estudiante o situación de no estudiante, ¿no?, o sea, el tiempo que estás en la actividad y el espacio. Pertenecen a la calle. Entonces, se cambió, yo siempre he dicho que es un eufemismo decirles situación, porque los que están desde esa lógica buscan resolver la situación temporal, y dicen: “Te doy un albergue, te doy un refugio y ya no estás en la situación de calle”. No, nosotros decimos que hablamos de poblaciones (…) Estamos hablando de personas, niños, hasta personas mayores que coexisten dentro de un espacio que es la calle y desarrollan una cultura social de la exclusión. O sea, es decir, sus relaciones, su economía, su pensamiento…  

La calle —la nada, la desaparición social— no es ya una situación, es una condición; no es una excepción, es cosa, estable. Tanto que hasta le llaman población. Qué oxímoron brutal: una población de no existentes. Zombis pues, habitantes, totalmente, de la desaparición. Creo que cuando dicen “pertenecen a la calle”, “cultura de la exclusión” o “cultura callejera” hablan de un mundo sin refugios. Eso, el mero Antropoceno, un agujero, la ruina:  sin documentos, sin techo, sin familia, enfermos, con deterioros cognitivos brutales… Si existen, existen de ese modo. Nada los liga a este mundo, ningún registro.   Ya no dan cobijo, algo que extrae al amparado de su lugar. El refugio es otro: uno que les deja en su lugar, que les ofrece protecciones parciales y temporales, casi un refugio portátil: cada individuo es el refugio. Difícil de decir: ¿refugio que se sale del refugio? ¿cuerpo refugio? Les dan talleres, les enseñan a sacarse papeles, hacen juegos para entender qué es un registro, trasmiten formas de hacerse valer como los ciudadanos que nunca fueron. Empadronarse, cartilla electoral, dejarse contar por los del censo, decirse, hablar, testimoniar. Caracol no reemplaza al Estado, pero sí enseña a contarse.