Home » Blog » La metástasis del terror: meditaciones intempestivas sobre la violencia en México

La metástasis del terror: meditaciones intempestivas sobre la violencia en México

Por Alejandro Castillejo – Foto: Héctor Guerrero (Tomado de Pie de Página)

A inicios de este año, el antropólogo colombiano Alejandro Castillejo estuvo en México compartiendo con periodistas y académicos su experiencia en las narraciones de la violencia. Este texto reúne las impresiones de Castillejo sobre esos encuentros que sucedieron en Ciudad de México y la Sierra de Puebla. Sobre la importancia de la escucha como un acto político y la reivindicación del silencio

Me siento a escribir este texto, entre la reflexión académica y la meditación personal, movido por mi última visita a México, a la Ciudad de México y a la Sierra Norte en Puebla. No es la primera vez que voy a este país. De hecho, durante los últimos cuatro años he ido con frecuencia, a veces para cumplir compromisos académicos en universidades y centros de derechos humanos, y en una ocasión fallida con el objeto de profundizar mi trabajo de campo sobre los procesos de búsqueda de personas desaparecidas, explorando lo que llamo “la vida social de la búsqueda”[1]. Un intento por crear una relación de más largo aliento, y no una mera práctica pasajera de “trabajo de campo” y sus respectivas geo-políticas extractivas de testimonios, con una realidad concreta y sus historias de heroísmo y tragedia. Digo “fallida” porque una cosa es lo que uno se imagina haciendo como investigador (aunque suene obvio) y otra lo que realmente podemos hacer en medio de violencias concretas. Ahora, al releer esto de manera retrospectiva, retomo mi propia experiencia de trabajo etnográfico cuando comencé a estudiar el terror, la corporalidad y el desplazamiento en Colombia hace dos décadas: en medio de la guerra, la ausencia de “datos” (lo que eso quiera decir) es el “dato” más relevante. La “imposibilidad” o lo “fallido” son de hecho centrales para entender la manera como la violencia se entreteje con el “paisaje existencial” de los seres humanos que lo habitan.

Viniendo de Colombia, además, me interesaba explorar algo que he terminado por llamar la gubernamentalidad del terror y sus desprotecciones e indiferencias estructurales como modos de organización de la experiencia social. Una especie de necro-política por indiferencia, porque genera cuerpos en tanto ruinas, cuerpos considerados irrelevantes: los cuerpos de los botaderos y casas de pique en Buenaventura en Colombia (cuerpos negros), los cuerpos de los vertederos de Tamaulipas o Ciudad Juárez (de jóvenes o mujeres), generados masivamente ante la indiferencia instalada en tanto forma de operación de la llamada Estatalidad. No puedo ser más escéptico con la figura del Estado, que más que una entelequia conceptual, es un conjunto de formas de hacer y ser Estado. Y todo esto en medio del “evangelio global del perdón y la reconciliación”, de la instauración de la víctima como sujeto político (al menos en el abstracto legal y moral) y la aplicación de criterios internacionales de justicia, verdad y reparación en los contextos sociales más disimiles posibles.

Con esto en mente, nos reunimos en un dialogo colectivo con una grupo de colegas provenientes del periodismo (Periodistas de a Pie y otr@s), del mundo de acompañamiento a víctimas, y el trabajo académico. El tema central de esos tres largos e intensos días de reflexión fue el acto de testimoniar la violencia y sus encuadres textuales, visuales y sonoros. “Implosionar” el testimonio era lo que yo quería proponer, sacarlo de sus dimensiones orales, cuestionar sus modos de recolección y poner en perspectiva sus modos de circulación social. Implosionar el testimonio y la palabra hablada en tanto certificación del dolor quiere decir poner en tela de juicio las condiciones de su enunciación, y quizás de su domesticación. El nuestro fue un gesto que a todos y todas nos sirvió para hacer un alto en el camino, un gesto similar al del Ángelus Novus de Walter Benjamin (1940), el ángel del tiempo y la historia, quien (sacudido por los vientos del futuro) voltea su rostro hacia atrás,  hacia el pasado, para divisar con espanto sus ruinas y el silencio que conllevan.

En lo que sigue, además, retomo un encuentro muy conmovedor con un grupo amplio de escuelantes (aquellos, yo creo, quienes retornamos a la escuela) del Colectivo de Prácticas Narrativas reunidos en el Centro de Estudios para el Desarrollo Rural y su Universidad con los Pueblos. También tejo este texto con un breve encuentro con colegas de la Universidad Ibero y mis impresiones durante el conversatorio de lanzamiento de uno de mis libros en la Casa Refugio Citlaltépetl, ambos en Ciudad de México[2]. Todos a una, sin distingo de contexto, se mezclan en los párrafos que vienen.  Finalmente, el carácter de este texto —escrito en primera persona y asumiendo sus riesgos— es provisional y parcial, por lo que todos los errores son mi entera responsabilidad.

¿Y qué es el terror?

 

México es una sociedad aterrorizada. Paralizada. Enmudecida. Anestesiada. Esto no obstante sus momentos de movilización y el trabajo continuo de muchos. El terror ha adquirido una carácter metastásico: las noticias locales giran en torno a la criminalidad rampante, al abaleo entre vecinos, a la ingobernabilidad de regiones enteras controladas por mafias de narcotraficantes en colusión con agentes estatales. Ese secreto a voces, o a grito herido. Metastásico por que junto con los medios, el rumor, el chisme, la historia, y el relato grotesco circulan como pólvora encendida, sobre todo para quienes estos temas son parte de su trabajo profesional. Los mensajes de los barones de la muerte se escuchan y su violenta forma de signar, o imponer un signo al Otro, viene acompañada de una cierta indiferencia institucional que emerge como condición de posibilidad.

En otras palabras, las clásicas fronteras entre el orden y el desorden, entre la legalidad y la ilegalidad, entre las márgenes externas e internas del Estado se han vuelto porosas, si no lo han sido siempre, incluso en las llamadas “democracias maduras”. Es más, la misma idea del Estado como principio de realidad organizativo está en entre dicho, como centro cognitivo de autoridad y la protección. Se ha vuelto torturador administrativo, que se anestesia ante el sufrimiento de otros. Hay lugares, como en Colombia,  que como huecos negros absorben la capacidad social de significar y muestran dicha porosidad de manera evidente: Tamaulipas, Coahuila, Ciudad Juárez, Ayotzinapa, por mencionar unos “lugares” en medio de esa vastísima cartografía de la muerte Mexicana reciente.

Y aquí quisiera tomar un atajo: cuando digo que como antropólogo estudio la violencia entonces me concentro en tres cosas interrelacionadas: en las inscripciones del poder (entendido de manera amplia) sobre el cuerpo del Otro (ser humano), produciendo ciertas corporalidades; las inscripciones del poder sobre el espacio, creando territorialidades; y sobre los modos de nominar la realidad, es decir sobre los modos como se producen las metáforas que habitamos en nuestra vida diaria. La violencia es entonces una forma de “negación” de la projimidad de ese Otro, o literalmente del Otro, que se ejerce en estas tres dimensiones de lo humano en interacción con campos de poder más amplios. Obviamente, nada de esto habita el vacío histórico. Por ejemplo, si hablara de la dimensión corporal de la violencia se podría afirmar que a veces puede ser literal, como la signatura violenta en los casos de violencia contra las mujeres, quienes han sido vistas en Colombia como territorios, instrumentos o la guerra misma. A veces menos literal, como las signaturas que deja el hambre crónica administrada estatalmente sobre los cuerpos macerados de los niños.

Sin embargo, la experiencia del terror emerge, a mi modo de ver, no sólo cuando se tejen estas “signaturas” (como la metáfora Kafkiana en la Colonia Penitenciaria)[3], sino cuando las estructuras del mundo de la vida, nuestras experiencias del tiempo, de la continuidad y la ritualidad humanas, y el orden de la vida cotidiana, se trastocan radicalmente, cuando las categorías que estructuran la vida diaria se sobreponen, se transgreden, se hacen simultáneamente excluyentes e incluyentes. Es el reino de la alteridad radicalizada, posiblemente de la ininteligibilidad, donde lo radicalmente extrañado cohabita con lo familiar, lo que Freud llamaría en su ensayo de 1919 Das Unheimliche y que traducimos, con ambivalencias semánticas, como lo siniestro. Por supuesto, como antropólogo también me dedico a estudiar, a través de éticas del hacer y epistemologías colaborativas, las maneras como las personas habitan y sobreviven creativamente en momentos de violencia y en momentos de post-violencia. Como antropólogo, paradójicamente, no me dedico a entender la cultura, el orden social o sus estructuras de significado, sino lo que los derrumba, a la posibilidad misma de las ausencias del sentido[4].

La Innombrabilidad del mundo

 

Y con esto retorno a México. Quizás uno de los elementos más sobresalientes en los diálogos sostenidos fue el tema de la innombrabilidad de lo que acontece en el país, es decir, asignarle un nombre a esa especie de tsunami permanente de violencias. Pareciera que las palabras le quedaran chicas a la realidad: violencia, impunidad y desaparición no contienen o parecieran no representar lo que buscan representar. Para comenzar, asignar un nombre o nombrar el mundo es situar la experiencia en un orden de categorías, en un sistema de clasificación: son una serie de modos de codificación y edición de la realidad. Formas de ordenar y procesar información. Es uno de los mecanismos sociales a través de los cuales los seres humanos navegamos la vida. Bien podría uno preguntarse entonces qué quiere decir para una sociedad que ciertas experiencias sean innombrables, in-clasificables, in-ordenables, in-codificables (o que sobrepongan todas las clasificaciones posibles), y que encarnen la posibilidad de lo abyecto, como escribiera Julia Kristeva en los Poderes del Horror.

En esa misma línea, aunque explorando otra arista, veo en esa innombrabilidad algo más fundacional. El acto primigenio que constituye lo humano, en algunas sociedades, es el hecho social de asignar un nombre al recién nacido a través de un ritual. Asignar un nombre, nombrar el mundo, implica el ingreso a una comunidad moral, a una historia que se materializa incluso en el nombre como tal, que en algunas ocasiones son relatos históricos en sí mismos además de trayectorias familiares,  o formas sociales de contar el tiempo. Asignar un nombre es también acoger, llevar de la mano por un camino concreto, es habitar el mundo de una forma particular, es incluso trasegar por un territorio pedagógico donde las líneas entre lo posible y lo no posible se instauran. Esa asignación, para bien o para mal, viene acompañada de una distribución social de su administración y en cierta medida crea las condiciones para un tipo de futuro a recorrer, como creyente, como parte de una comunidad.

En las religiones del Libro (por mencionar unas), el bautizo católico o el aqiqah en el Islam son parte de ese lazo primigenio que significa nombrar. Incluso la marca de esa communitas moral, también en el Judaísmo y en el Islam, se sella con la circuncisión en los niños. Me reservo el tema de la distribución social del trabajo de la memoria para otro momento. En el mundo de lo humano, nuestras relaciones con lo sagrado, y con lo no sagrado, están atravesadas por esta “nombrabilidad”. Hay en la herida una forma de la memoria, hay en ese dolor que se incrusta en el cuerpo como recuerdo, un signo y una forma de la comunidad y la continuidad: el dolor es constitutivo del relato de origen.

A la luz de esto, ¿qué implica para una sociedad esa innombrabilidad? ¿En qué escalas podría verla? ¿Qué se derrumba, que se disgrega, qué communitas se fractura? Se rompen los órdenes de clasificación de la experiencia, el mapa con el que se recorre el tiempo y el espacio, y se rompe un sentido de unidad. Un mundo innombrable es un mundo colonizado por el terror, que se hace metastásico. Sin embargo, como la circuncisión, el dolor colectivo tiene una dimensión productiva. Creo que la sensación de vacío de muchos de mis colegas se debe a que no sabíamos cómo conectar dolor, con la idea de la nación y con la posibilidad de la narración. ¿Cómo se podría contar en pequeña y en gran escala, para el beneficio de nuestros hijos, lo que acontece en México (o en Colombia, o en Guatemala, o en el Salvador)? Por supuesto, me refiero a cómo hacer nombrable el dolor colectivo, ¿en qué registro, en qué escala, en qué lenguaje?. Que dice esa relación de un “nosotros”? ¿Qué es la herida y a quién exactamente le duele? ¿Dónde se localiza el dolor? ¿Qué quiere decir, si es que lo dicen, que a una “nación” le duelan sus desaparecidos, o que a la “patria” le duelen sus muertos?. Estos fueron y han sido temas recurrentes en mi trabajo etnográfico en Sudáfrica, en Perú y en Colombia. En México me parece toman una dimensión particular.

La “reducción” de la experiencia

Sin embargo, hay un término que parece colapsarlo todo, “desaparecido” o “desaparecida”, y por supuesto la palabra “víctima”. Digo “colapsar” en el sentido de “agregar” una variedad de experiencias en una unidad (como cuando se crea un corpus), incrustada en la relación entre dos términos: víctima-desaparición. De hecho, durante los encuentros se hizo obvio. Eran colegas acompañantes de familiares de desaparecidos o que escribían sobre sus diferentes mutaciones en la contemporaneidad del “capitalismo gore”, según la sugerente provocación de Sayak Valencia: escribían por ejemplo sobre jóvenes capturados y capturadas por la “institucionalidad” y que nunca regresaron (a los confines del mundo familiar), mujeres que luego de vivir el limbo de la ausencia forzada y la agresión sádica “aparecían” tiradas o abandonados sus cuerpo en una autopista, o jóvenes que ni siquiera habían dejado rastros y cuyas ausencias se convertían en moneda de cambio entre expertos. En fin, incluso, bastaba con ir al cualquier librería (mientras leía los repostajes de Daniela Pastrana y Marcela Turati) y solicitar lo publicado sobre violencia en México. Sobre la mesa llegaban Procesos de la Noche de Diana Ángel; Ni Vivos ni Muertos de Federico Mastrogiovanni, Una Historia Oral de la Infamia de John Gibler y Nadie les Pidió Perdón de Daniela Rea. Claro que lo que aparece depende del mercado, de sus modos de circulación. Por su puesto, también llegaban los reportajes sobre las Maras y los Zetas, es decir, sobre lo grotesco, creando una continuidad con el carácter metastásico del terror. Claramente, son los periodistas quienes están frente al cañón, literalmente, junto a organizaciones locales de acompañamiento y derechos humanos. Se podría construir un mapa del país basado en esta red de instituciones y localidades. El mapa de lo humanitario se sobrepone siempre sobre al mapa del terror.

Esta unidad semántica víctima-desaparición (acompañada de lo grotesco) también emergió en escenarios “académicos”, no sólo en esta sino en otras ocasiones. Por ejemplo, invitar a las “víctimas” es por definición invitar a los “familiares” (de desaparecidos), que con frecuencia, al menos en Colombia y en Sudáfrica, emergen en lo público como ilustraciones del dolor, “víctimas iconizadas” les llamo yo, cuando tienen suerte. Digo “ilustraciones” porque con frecuencia sus voces habitan una epistemología del dolor que no entendemos quienes no la habitamos. Hay una economía política de la experiencia del dolor, por (igualmente) grotesco que parezca. En ocasiones incluso ese fenómeno de desterritorialización que llamamos migración forzada (por condiciones estructurales y amenazas) y otras formas de tráfico propios de algunas zonas fronterizas, también se colapsaban en la triada desaparición-víctima-grotesco. En últimas, muchos “traficados” y “traficadas” entran a ese espacio gris que es la frontera-desierto con Estados Unidos (y supongo que al sur también) dejando apenas rastros de su tránsito, restos, ruinas del recorrido, residuos, botellas, y plásticos. Este tema de “la tierra de nadie” donde las personas entran y no se sabe cuándo ni cómo salen es algo que también vivimos en Colombia, en particular en la región del Pacífico y en la frontera con Panamá. Víctima-desaparición-lo-grotesco como núcleo estético vienen aunados. No creo que sean, como dice mi amigo Gabriel Gatti, “nuevas” formas de desaparición.

Pero ese hueco negro de la desaparición absorbe y ha absorbido las energías vitales de una sociedad: sólo las estadísticas por si mismas dan un sentido de la magnitud, al impacto humano, al punto que el número como tal parece carecer de sentido. Todos los días se encuentran fosas y restos de personas sometidas ya al olvido. El listado de atrocidades, de maltratos del cuerpo y la persona, de historias de árboles tiznados de tortura,  las gestas heroicas de las buscadoras, de la creatividad para la muerte administrada parecen que no tuvieran parangón. Una sociedad avasallada por lo inimaginable es una sociedad aterrorizada. Hasta en Colombia, auto-proclamados campeones de la excepcionalidad de la violencia (que los relatores de eso no hemos encargado de hacer visible y amplificar), vemos a México con compasión, con un amos histórico y con tristeza. Paradójicamente, México pareciera que mirara más hacia el Norte.

Y para sumarle ambivalencia a estos hechos facticos, también tenemos el tema de las responsabilidades, y por tanto de la impunidad ya hecha estructural: con frecuencia, el principio explicativo del mal es el “narco” (cuestión que justifica una política de seguridad donde la frontera entre la policía y el ejército se desvanece y el Estado de excepción se hace permanente). Conozco que quiere decir habitar esa (E)stado. De los responsables se dice que son todos y ninguno a la vez.  Carteles grandes y pequeños, colusión del Estado en diversas escalas con su (I)legalidad, con agentes de seguridad involucrados a niveles locales y federales producto de sus compleja arquitectura de seguridad. Drogas, crímenes de estado, traficantes, maras, políticos, policías, paramilitares (término polisémico en América Latina), en fin, la amalgama es interminable y los matices regionales complejos. Y eso sin entrar a debatir la genealogía de algunos de estos grupos conformados por armados desocupados de la guerra fría y conflictos regionales anteriores. Dicho de otra forma: es apenas obvio que la figura de la “víctima” y la “desaparición” se constituyan en huecos negros (que canibaliza las energía gravitacional de lo humano) al punto de ser la única violencia visible a través de las historias recurrentes de lo grotesco.

Como en Colombia, y me atrevería a decir que en el marco de nuestras formas globales de recordar la violencia, el maltrato sobre el cuerpo (la tortura, el asesinato, y la  desaparición)  tiene una centralidad incuestionable. ¿Y de las otras violencias “invisibles” (…)? Digo esto con cierta sorpresa ante lo obvio: la palabra “víctima” es polisémica, tiene contenidos diversos no obstante la estandarización implícita en los criterios internacionales de justicia. En Sudáfrica, por ejemplo, excombatientes del ala militar del Congreso Nacional Africano, fueron considerados víctimas del apartheid  mientras que en Colombia los mismos excombatientes de las FARC (indistintamente de si tienen o no responsabilidades ante el Derecho Internacional en algunos casos) son considerados globalmente como “perpetradores”. En otras palabras, una enunciación de la violencia hace ilegible otras formas de violencia, las hace “invisibles”. ¿Qué constituyen entonces las condiciones para la visibilidad o audibilidad de la violencia?: la violencia no es solamente un acto sobre un cuerpo, sino una serie de relaciones entre corporalidades, territorialidades y modos de nominar el mundo.

Y claro, emergen las preguntas necesarias: ¿qué otras violencias son canibalizadas por lo grotesco?, ¿es “testimoniable” o “mediatizable” lo que no es grotesco, como nos ha pasado en Colombia? ¿Qué tal el desplazamiento forzado, que por no implicar cruces nacionales y fronterizos, parece no capturar la imaginación local?. ¿Qué implica adjudicar la responsabilidad de la violencia al “narco”? ¿Qué es lo que no se dice cuando se dice eso? Y ¿cuál es la relación entre las economías políticas regionales, los llamados proyectos de desarrollo y la desaparición?, ¿ entre las operaciones armadas, la militarización de la vida cotidiana y las formas contemporáneas de acumulación de riqueza? Y es casualidad que algunos de los estados ingobernables (o gobernados por efectos de la necro-política por indiferencia en complemento a lo grotesco) queden justo en el andén pacífico del país? ¿Cuál sería la cartografía de la violencia si sobrepusiéramos todos estos niveles? ¿Cómo sería ese mapa, y como cambiaría el sentido de las relaciones de nombrabilidad de lo que acontece en México? La unidad semántica desaparición-víctima-grotesco constituyen y limitan la estructura de significados a través de los cuales se lee el presente, y posiblemente el pasado. En cierta forma, creo que es el drama de lo que oí y sentí esos días.

La generosidad de la palabra

 

En medio de una sociedad aterrorizada nos quedan las palabras, la projimidad, y el amor (a veces un mezcal). Siempre he dicho, hasta la saciedad, que sólo hay dos temas sobre los que vale la pena escribir y hablar: la muerte y el amor. En México entendí que la generosidad para oír viene acompañada con la generosidad para hablar, y viceversa. Para tener una voz se requiere oír.

Me encontré con un grupo de “escuelantes” (es la mejor palabra que se me ocurre ahora), hombres y mujeres cuyas vidas se encuentran en momentos biográficos descoyuntados, llevados a la Sierra en Puebla por diversas razones. Querían aprender a narrar en las palabras de otros, creo. Luego de un largo viaje desde Ciudad de México, la fiebre -efecto de la somatización de días de dialogo sobre el testimonio- llegó a su culmen. Lo que comenzó por ser un par de horas de dialogo se convirtieron en muchas. Perdí el control de mí mismo (lo confieso, deliré), perdimos el control de la escucha. Hablamos durante muchas horas y más horas. Y luego llegó la noche, y luego llegó el frio, que era como el Bogotano, donde vivo. Algunos venían de Colombia, otros de Chile, y muchos otros y otras de México. Jamás me había sentado a inspeccionar mi trabajo hasta ese día. Oyeron, conversamos, compartimos. Luego, inesperadamente, se juntan en grupos a interpelar, de cara a sus intereses, lo que habíamos conversado.   Hablaron, grabaron en audio, discutieron. Cuando llegó el momento leyeron lo que habían conversado.

Al comienzo no puse mucha atención. Luego oí. Los académicos, los que nos jugamos una vida íntimamente pública, estamos acostumbrados al control del auditorio. Al final, ese encuentro se me salió de las manos. Uno a uno me dijeron, me leyeron a voz en cuero, en mi cara, lo que pensaban y lo que sentían.  “Puta!!”, pensé, “se me aguaron los ojos!”. Ahora digo: “Aquí les devuelvo lo que hicieron conmigo, pinches mexicanos!”. Me acuerdo de dos amigos, discutiendo mientras grababan en audio. Un hombre con aspecto indígena (todos tenemos ese aspecto), preocupado al tuétano por el “silencio”. Qué había ahí, no sé. “Tú me contarás algún día compa”, pienso. Otro con una historia de trabajo comunitario, ansioso, angustiado. Me acuerdo además de una señora, de pelo canoso, que pide permiso para abrazarme al final de la sesión. Yo lo hago, y en segundos, una cascada de palabras increíbles. Queríamos seguir hablando, como si fuera nuestro último instante, como si “ahora o nunca” fuera el lema. Me acuerdo de la risa desparpajada de la colega feminista que manejó hasta allá, y al día siguiente me llevó de regreso al DF (sin musitar queja) con una copilota que no sabía conducir. Mentes segases, eternas conversadoras. Me acuerdo, por último, de una mujer que me contó su historia con las abejas. No supe si me enamoré de ella o de su historia, “reconectándose con la espacie”.  Al día siguiente, luego se semejante periplo, llegamos al lanzamiento del libro. No paramos de hablar con mis amigos, con aquellas (porque muchas en el mundo humanitario eran mujeres) y con ellos, con l@s que estaban y con los que no. Espero que sepan que los llevo conmigo, aunque la vida académica (o la vida) nos desvíe y nos desencuentre.

En este retorno, entendí además que allá, en México, cohabitan diversas formas del silencio: el silencio que es producto del miedo y que es un verbo: silenciar. Segundo, el silencio como protección de la subjetividad, de la integridad. Y finalmente, el silencio como testimonio, como modo de articulación de la experiencia. No en vano fue uno de los temas que vertebraron nuestras conversaciones de Ciudad de México hasta la Sierra.

Recuerdo aún las palabras de afecto que me traje a Colombia donde la guerra también rompió con la solidaridad, con la empatía, con aquello intangible que constituye el lazo social. Creo que han sido las palabras, a golpe de verbo, lo que nos ha permitido vivir.[5]